'Parásitos', delirios de andar por casa

'Parásitos', delirios de andar por casa

4 Butacas sobre 5

El cine surcoreano lleva años encadenando éxitos de taquilla y crítica que han situado a diversos de sus directores en la primera línea del panorama cinematográfico mundial. Una tendencia impulsada por Oldboy de Park Chan-wook, allá por 2003. Tal ha sido la repercusión de esta hornada de cineastas que muchos de ellos dieron el salto a Hollywood. Es el caso del propio Park Chan-wook con Stoker, o de Bong Joon-ho con cintas como Rompenieves u Okja. En el caso de este último, sus incursiones en el cine norteamericano nunca rindieron al nivel que demostró en trabajos previos. Con todo tipo de medios a su alcance, pero sin la posibilidad de sacarles el máximo partido. Daba la impresión de ser un hombre atrapado, que no acaba de encajar en el entorno soñado. Con Parásitos Bong Joon-ho ha regresado a su país natal, y lo ha hecho aprovechando la diatriba del “infiltrado”.

Es Parásitos una película que ofrece en todo momento una sensación de desquite. Bong Joon-ho parece querer desahogarse mostrando todo aquello a lo que estuvo limitado anteriormente. La compleja y tremendamente disfrutable maquinaria de la película comienza a dibujarse desde su premisa inicial. Un chico de clase baja acude a un hogar acomodado a dar clases a la hija de la familia. El joven comenzará una cadena que tendrá como objetivo introducir a sus padres y su hermana en la casa.

Bong Joon-ho construye a partir de este punto una película trepidante y con una enorme carga social, sin dejar que este segundo punto destruya el filme otorgándole unas ínfulas o una literalidad excesivas. Parásitos es la historia de dos mundos que chocan. Del odio que sentimos por quien tiene aquello que soñamos. Y del desprecio que sienten aquellos que tienen lo soñado hacia el resto del mundo.

Pero el director de la estupenda Memories of Murder logra controlar esta carga metafórica y social gracias al tono distendido y autoconsciente de toda la película. En varias ocasiones podemos escuchar frases como “¡Qué gran metáfora!” pronunciadas con una buena dosis de sarcasmo. Con ello Bong Joon-ho nos está diciendo a la cara que sí, que esta película es una metáfora social no especialmente sutil plagada de metáforas no especialmente sutiles (las chinches que pueblan la destartalada casa de la familia protagonista). Nos está guiando para que quitemos importancia a este punto y enfoquemos la mirada en lo que realmente le interesa: construir un mecanismo cinematográfico tan imprevisible como consecuente.

Un engranaje que funciona en gran medida gracias a la espléndida puesta en escena de Bong Joon-ho. El responsable de The Host utiliza a la perfección los recursos formales para adaptarlos a la cadencia y las necesidades de cada escena: impresionantes paneos para adentrarnos en los rincones de una estancia, planos detalle sostenidos para crear intimismo y dibujar un interés romántico, un montaje frenético que siempre está donde toca cuando el relato pisa el acelerador…

Si Bong Joon-ho toca siempre la tecla perfecta tras las cámaras (muy sugerente también la utilización de las propias cámaras y de las pantallas digitales que pueblan la película, siendo a través de ellas por las que vemos ciertos instantes vitales), no resulta tan certero el guion que le sirve de excusa. Especialmente en el último tramo, donde los volantazos de la narración ya no impresionan ni funcionan tanto. Además, el festín de violencia con el que todo explota (peaje casi inevitable en gran parte de esta exitosa ola de cine surcoreano) deja una sensación de resolución por la vía rápida, sin esa capacidad de asombro y precisión que hasta entonces había atesorado cada decisión narrativa.

La película remeda algo su desenlace a través de un epílogo que subraya el carácter cíclico de la historia, y del sistema. Aunque donde reside su valor es en el delirio que puebla el filme de un tipo que ha vuelto a casa, a su país natal, para contar cómo nos carcome desear la vida que no nos pertenece. ¡Qué gran metáfora!