'El año que dejamos de jugar': o el peluche que Hitler robó

'El año que dejamos de jugar': o el peluche que Hitler robó

3´5 Butacas de 5

Estamos acostumbrados a que las películas sobre la Segunda Guerra Mundial aborden el horror humano, ya sea en el campo de batalla (sin escatimar en explosiones, derramamientos de sangre y alardes del fanatismo enemigo) o desde la perspectiva de los millones de víctimas inocentes del fascismo. Existe sin embargo un subgénero ampliamente explorado en la literatura, aunque quizá menos prolífico en el cine comercial: el del drama del exilio, que se centra en el día a día de aquellos que con mayor o menor fortuna sortearon la pólvora, la sangre, las cárceles y los campos a cambio de una vida abocada a huir sin mirar atrás. Un enfoque quizá menos explícito, pero en absoluto más amable.

Una de esas personas que lograron escapar de Alemania a tiempo fue Judith Kerr, a quien le salvó la vida un soplo recibido por su padre (escritor y periodista judío muy crítico con Hitler) justo antes de que el partido Nazi se hiciese con el poder. Y el medio elegido por Kerr para que sus hijos conociesen cómo había sido su infancia en el exilio fue Cuando Hitler robó el conejo rosa (1971), un libro dirigido al público infantil-juvenil que se ha convertido en lectura casi obligada en los colegios alemanes. Casi cincuenta años después, su testimonio no ha perdido un ápice de vigencia.

A ese inagotable legado contribuye ahora una fantástica adaptación a cargo de la oscarizada Caroline Link, que en 2001 ya había demostrado su cercanía al tema del exilio con En un lugar de áfrica (precisamente, la cinta que le valió el máximo reconocimiento de la Academia estadounidense). Por fortuna, el incomprensible cambio de título que la obra ha sufrido en España (eso de “el año que dejamos de jugar” es invento patrio) es la única desviación a lamentar con respecto a la novela original. Link ha sabido trasladar a la gran pantalla la mirada infantil de Kerr, que a sus nueve años vivió esta decisiva etapa arropada por sus padres y su hermano. Se trata, pues, de una celebración de la familia y de los recuerdos imborrables que el viaje deja en nosotros, aunque sin por ello enmascarar la dura realidad que obligó a los Kerr (los Kemper, en la película) a dejar Alemania.

En efecto, los momentos en los que el horror del nazismo asoma por el costumbrista relato de la pequeña Judith son pocos y sutiles, pero ineludibles. Por lo demás, el drama que se nos muestra es otro: la necesidad de aprender un idioma en cada país, de dejar atrás a los nuevos amigos al cabo de un año, las penurias económicas… y, sobre todo, la nostalgia de un Berlín idealizado por la niña, que debe hacerse a la idea de que nunca recuperará su vida anterior (simbolizada por el conejo peluche del título original). La propuesta funciona gracias a un reparto estupendo en el que los niños (y muy singularmente la niña, interpretada por Riva Krymalowski) brillan con luz propia.

Para hablar de una cinta sobresaliente, eso sí, habría hecho falta más. Para empezar, las limitaciones en el presupuesto han condicionado la recreación del París y el Berlín de los años 30, que le permite a Link salir del paso, pero sin alardes (lejos, por tanto, de muchas producciones ambientadas en esta época). Sin embargo, y aunque El año que dejamos de jugar nunca pretende ser revolucionaria, tampoco lo necesita. Divertida a veces, emotiva otras, su magnífica exploración del exilio a través de los ojos de Judith la convierten en una película perfecta para que los más jóvenes se acerquen a una realidad histórica que no debe caer en el olvido.