'El Verano que Vivimos': la huella del amor

'El Verano que Vivimos': la huella del amor

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El filme de Carlos Sedes nos muestra, acompañando a la historia desde el primer momento, hermosas imágenes de atardeceres, vides y oleajes en la costa. Es una obra que transmite la belleza de la naturaleza, la tierra y la cultura española que envuelve a los personajes, así como el amor por lo propio, la música, el baile, el vino y la familia y amigos con quien compartir todo esto. Mientas idealiza la vida en el campo, muestra también personajes deseantes de conocer mundo que admiran a aquellos que han viajado. Los eventos familiares se presentan con colores vivos y repletos de risa, festejo, felicidad y riqueza, un tono de esperanza y alegría con el que comienza esta obra que poco a poco irá perdiendo su color.

El verano que vivimos cuenta la historia de unos personajes que, envueltos en la luminosidad de estas escenas, aún buscan un pedacito de un mundo más oscuro. La fotografía del filme representa la escala de grises que es la vida con planos llenos de profundidad en los que la luz y la sombra se entrelazan para envolver los momentos de mayor intimidad. Es donde la inocencia y el pecado se rozan, donde la emoción sincera y el acto cruel se mezclan, donde la oscuridad es penetrada por rayos de luz que los protagonistas muestran su personalidad. Estas escenas, en la oscuridad de la noche o en habitaciones y bodegas que resguardan a los personajes del intenso sol son abrazadas por colores cálidos y no solo muestran lo más íntimo de los personajes, sino también su transformación. Las localizaciones guían la historia y representan la cercanía y la confianza que nace entre los protagonistas. Una cercanía que crece a medida que los protagonistas comparten, el uno con el otro, su forma de ver el mundo y de comprender el tiempo, así como el arte de capturarlo, ya sea en la fotografía o en las barricas de las bodegas.

Las imágenes del filme, en ocasiones, trascienden e incluso contradicen las palabras. El protagonista de personalidad callada y la aventura de la que no se puede hablar son compensadas por un fuerte diálogo de miradas y sonrisas de las que emana la pasión y el cariño que estos personajes sienten. Estas emociones se sienten en silencio, pero son acompañadas por una equilibrada mezcla de música y lenguaje no verbal que sustituye las palabras. Además, juega con el contraste entre planos y sonidos para enmarcar los momentos de mayor conexión.

Esta obra es una historia de amor eterno en la que, de forma paralela, se muestran dos mundos: 1958 y 1998. Es este viaje al pasado se nos presenta una realidad de grandes desigualdades e incluso con una protagonista que cumple el papel de mujer fuerte, independiente y capaz no se puede olvidar que muchas tareas eran consideradas “cosas de hombre”. Es en este contexto que se desarrolla el tópico de hombre soñador y emprendedor que logra llegar a lo más alto desde un pequeño pedacito de tierra. Los personajes tienen personalidades fuertes y resuelven sus conflictos con una sonrisa, pero a medida que avanza la trama la locura se apodera de sus acciones. El largometraje presenta una visible transformación de los personajes, la tragedia invade las escenas hasta opacar toda expresión de felicidad. La soledad abraza al protagonista y el silencio sustituye las carcajadas, la alegría ahora es ira, la esperanza es locura y la luz se vuelve sombra. En el desarrollo de este conflicto es sencillo empatizar con los personajes ya que la historia trata los sentimientos más primitivos, y envuelve al espectador en una creciente intriga y debate entorno a “lo correcto” y la pureza del sentimiento.

De forma paralela se desarrolla una historia que termina de retratar la universalidad del amor, así como la atemporalidad de la obra artística. En un viaje por conocer el pasado, los personajes son guiados por la fotografía y la arquitectura, en cuya forma portan un mensaje, una prueba del deterioro de la personalidad corroída por el dolor y el miedo. Sin embargo, en este relato paralelo nace una relación cuyo crecimiento apenas se muestra. Se debe dar por hecho debido al paralelismo entre ambas historias, pero no se profundiza en la emoción que estos personajes comparten.

En ambas historias falta una cierta profundidad en las relaciones entre los personajes, el guion se siente antinatural y es, en ocasiones, especialmente seco. En un intento por caracterizar a los personajes, el filme recurre a clichés y actitudes exageradas y deja al espectador con incoherencias que debe aceptar: una chica desagradecida y arrogante que en cuestión de segundos pasa a implicarse de forma casi desinteresada en su trabajo, una amistad de toda la vida en la que apenas hay intimidad, etc. Otros aspectos de este largometraje que resultan chocantes son, por ejemplo, el CGI de mala calidad, las marcas tachadas con rotulador (para que no aparezcan en pantalla) o el hecho de que, en prácticamente todas las escenas, alguien tenga una copa de vino de la mano. Son imágenes que resultan forzadas y detalles que sacan al espectador de la película.

El verano que vivimos es un íntimo viaje en el tiempo, una historia que sigue la huella que ha dejado el arte y el amor. A pesar de resultar poco fluida y exageradamente trágica en algunos momentos, sabe transportar a su espectador a través de las emociones y puntos de vista de los protagonistas que viven un instante de felicidad que perdurará eternamente en sus recuerdos. Es un filme que muestra la belleza de España y de su cultura a través de planos cuidados y espacios de decoración impoluta. Una obra con fuertes emociones con la que disfrutar.