'Saint Maud': El autoplagio elevado a arte

'Saint Maud': El autoplagio elevado a arte

3´5 Butacas de 5

Saint Maud es un debut que no sabe a debut. Vaya por delante que esto no es una crítica a Rose Glass, porque la directora da muestras de un talento que rara vez se manifiesta de forma tan evidente en la obra de un recién llegado. Los seguidores del cine británico deberían quedarse con su nombre, porque no me cabe duda de que va a sonar con fuerza en el futuro.

Mi queja va dirigida más bien a una forma de entender el cine de terror que poco a poco se ha ido imponiendo en los últimos años de la mano de A24, productora de títulos como Hereditary (2018), Midsommar (2019) o El Faro (2019). Después de décadas luchando contra el desprestigio institucionalizado que sufre este género y contra las imposiciones de un público generalista que rechaza cualquier película “de miedo” que no tenga sustos, la evolución natural de ambas tendencias es esta: el aplauso fácil a cualquier obra que haga alarde de técnica y de imaginería visual, obviando que este fetichismo de la imagen a veces solo sirve para tapar un preocupante vacío de contenido. El enorme éxito crítico de Midsommar (una buena película, pese a todo) solo se comprende en un universo en el que todo el mundo se ha olvidado de The Wicker man (1973), que ya hizo lo mismo (pero mejor) casi medio siglo antes.

Es lícito alabar los méritos visuales de una película, claro que sí. Y de eso, Saint Maud va sobrada. Lo que no tiene sentido es aferrarse a ellos para elevar cintas que no son ni mucho menos redondas a la categoría de obra maestra, sobre todo porque en muy poco tiempo ya estamos apreciando un increíble agotamiento de recursos estéticos. En Saint Maud hay demasiados planos que remiten a Hereditary sin pudor ninguno, incluyendo el tan recordado momento en el que la cámara se coloca al revés. Solo han pasado dos años entre una y otra, y la sensación es que se está intentando forzar la consolidación de una “escuela” mediante la repetición de recursos. A ver cuánto dura el truco.

Dicho esto, si a uno no le molestan los déjà vus, Saint Maud es visualmente sobrecogedora. A su favor juega además que toda esa destreza no está puesta al servicio de una ambiciosa mitología sin fin aparente, sino que se trata de un drama psicológico intimista centrado en la figura de la joven Maud (interpretada por una sobresaliente Morfydd Clark). La película explora la crisis de fe de su protagonista, una enfermera obsesionada con salvar el alma de una antigua estrella de la danza (Jennifer Ehle) que padece un cáncer terminal. En el proceso, la delgada línea entre el fervor religioso y la locura se difuminan en torno a dos mujeres diametralmente opuestas, pero a la vez unidas por un magnetismo que traspasa la pantalla.

El principal problema es que, desde el principio, el viaje de Maud no es tal, porque Rose Glass no pierde el tiempo en jugar con las expectativas del espectador. Resulta muy difícil creer en ningún momento que la joven esté en sus cabales, por muy explícitas que se muestren sus ensoñaciones divinas. En este sentido, la anticipación por el desenlace se reduce a la siguiente pregunta: ¿será una loca a secas, o una loca que tiene razón? Lo cierto es que poco importa, pues el punto fuerte de la película es su atmósfera, no el suspense.  En conjunto, Saint Maud decepcionará tanto a quien busque una película de sustos fáciles como a quien espere una obra que deje poso tras su visionado, pero tiene suficientes méritos artísticos como para que la experiencia valga la entrada.