'La verdad', memorias de nuestras mentiras

'La verdad', memorias de nuestras mentiras

3´5 Butacas sobre 5

La fina línea entre ficción y realidad, y la retroalimentación entre ambas, es una temática constante en el arte en general y el cine en particular. Desde ejercicios de nostalgia como ¿Quién engañó a Roger Rabbit? o La La Land, que afrontan más bien la forma en la que ciertos elementos de la cultura popular nos influyen, hasta acercamientos a esta cuestión desde una perspectiva más abstracta y a la vez más mundana. Pienso en Burning, un estupendo estudio acerca de lo real, lo falso y lo imaginado en la vida cotidiana. A medio camino entre estas disyuntivas se encuentra La verdad, la primera incursión en el cine francés (y en el cine no japonés en general) de Hirokazu Koreeda.

En las múltiples capas que conforman este imperfecto pero magnético filme hay espacio para anécdotas de leyenda, contadas por boca de Catherine Deneuve. Trasunta de sí misma, por supuesto. Para ver a un actor de relumbrón como Ethan Hawke dar vida a un actor de tercera. Alcohólico, por supuesto. Para disfrutar de Juliette Binoche en la piel de una guionista. Frustrada, por supuesto. También hay por ahí una estrella emergente y presumiblemente ambiciosa, la sombra de una amiga desaparecida (también actriz, por supuesto) y una nieta que (quizá) sueña con ser, de nuevo, actriz.

Pero Koreeda va mucho más allá del glamour de su propuesta y su reparto. Lo hace gracias a construir una cinta híbrida, en muchos sentidos. Un drama dividido entre una casa familiar y los focos del plató en el que se graba una extraña película de ciencia ficción: la historia de la relación de una madre y una hija a través del tiempo. De los rostros cambiantes de la niña, luego adolescente, luego adulta y luego anciana (aquí toma el papel Deneuve, o mejor dicho, su trasunta). En el hogar, dicha trasunta recibe la visita de su hija real (en la ficción, claro), su yerno y su nieta. Todo ello mientras acaba de publicar sus memorias, que llevan por título La verdad.

Un laberinto metacinematográfico, pero del que Koreeda sabe siempre encontrar el camino adecuado. Ni la reflexión sobre la fama ni las pullas familiares y/o entre celebrities hacen perder el humanismo que tanto caracteriza su cine. La película puede no parecer suya y al mismo tiempo solo puede ser suya. Porque de nuevo se mueve entre dos vías: elementos como la iluminación o la construcción de ciertos diálogos recuerdan irremediablemente a cineastas franceses como Olivier Assayas o Mia Hansen-Løve. Sin embargo, está repleta de planos que remiten a obras previas (el collar roto de Catherine Deneuve vs. la fruta en la carretera en Un asunto de familia, introducidos además en momentos muy similares de la trama). Sigue también vigente, por supuesto, su preocupación por lo cotidiano y los rituales gastronómicos.

Este intimismo consigue que la película transite constantemente entre el cuestionamiento de las mentiras y las verdades en la ficción y el cuestionamiento de las mentiras y las verdades en la vida ordinaria. El filme acaba sin dejar apenas certezas al espectador, como no podía ser de otra manera. No sabemos qué pasó realmente con esa antigua estrella tan amiga como rival, ni si la nieta desea sinceramente o no ser actriz, ni si hay algo de real en las memorias (y en la memoria) de Catherine Deneuve. Bueno, de su trasunta, es verdad. O no.