'Última noche en el Soho': ese terror llamado nostalgia

'Última noche en el Soho': ese terror llamado nostalgia

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Cuatro años después de estrenar su ruidosa y estimulante Baby Driver –virtuoso ejercicio de sonido y de montaje dignos de estudio–, Edgar Wright vuelve a la carga con Last Night in Soho, un vestido hecho a medida; un delirio tan encantador y fascinante como pesadillesco y nostálgico protagonizado por dos reinas del baile: Thomasin McKenzie –Jojo Rabbit, True History of the Kelly Gang, Old– y Anya Taylor-Joy –The Witch, Purasangre, Emma–.

    

La música -diegética o extradiegética– es un aspecto primordial en el cine del autor británico, un hilo aislado que acompaña la acción de manera totalmente orgánica y que refuerza el sentimiento emocional de todo lo que decora el escenario. Aquí la música es el adorno de este agónico y febril sueño que se convierte en húmedo por su excitable e impresionable puesta en escena. Los temas sesenteros –A World without Love, Downtown, You’re my World, Starstruck, Land of 1000 dances, etc.– son un gozo para nuestros oídos, el vehículo sonoro que hace transportarnos a una anhelada época pasada. Y todo lo que envuelve al decorado está a la altura gracias a un diseño artístico y de producción portentosos, tan sofisticados como elegantemente tejidos. Logran que nos sintamos como en casa al mismo tiempo que consigue que deseemos comprar una vida nueva; hace sentirnos como unos antiguos y modernos londinenses.

Otra de las bases de Wright se halla en la psicología humana. Hay que tener cuidado con lo que anhelamos y, sobre todo, con lo que idealizamos. La nostalgia puede ser muy perniciosa. Lo que deseamos e imaginamos a veces no se corresponde con la realidad –o sí–; lo que está claro es que la mente puede llegar a ser traicionera y la luz puede tornarse en oscuridad en un abrir y cerrar de ojos. Wright nos presenta un ideal y melancólico juego de espejismos de presente y pasado, de ilusión y pánico, de esperanza y terror, de sueño y pesadilla. Una batidora de emociones que nos expone el peligro de idealizar un concepto, en este caso una época.

Hay una conexión entre la película y la protagonista –una Tomashin Mckanzie que brilla bajo la luz de los focos–. Las dos muestran pasión por la cultura y alteran su forma de ser. Ambas son refinadas, selectas, imaginativas, pero también son ambiciosas –puede que demasiado– y cambiantes. Y este último aspecto es el que hace demudar el rostro de la cinta, pasamos de un fascinante a la par que glamuroso drama ilusorio y thriller psicológico a un terror desarmado y sensorial –homenajeando a grandes maestros del género– que convence más en su forma que en su fondo. Eso sí, diferencias aparte, en todo momento se muestra un montaje dinámico –recalcar momentos baile– sin requerir de acción puramente frenética. Edgar ahí sabe moverse con solvencia y finura.       

En definitiva, para el que escribe estas líneas, quien dirigiese la virtuosa a la par que ruidosa Baby Driver no defrauda con un thriller donde el jugo de la melodiosa armonía sesentera que nos presenta se concentra en la psicología de sus personajes. Adornado con una ambientación y una música deleitables, Wright diseña un satisfactorio juego de espejismos –luces de neón al más puro estilo Argento o Bava y sangre sello Brian de Palma de por medio– donde nos muestra lo terrorífico que puede llegar a ser idealizar una época pasada. Con este trabajo, Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy se reafirman en el mundo de la interpretación; podemos decir sin ningún tipo de especulaciones que ya han dejado de ser dos jóvenes promesas. Ellas dos dominan magistralmente el pulso de la acción, tanto en la contención como en la liberación de las perspectivas duales que interfieren en sus actos. Sin lugar a dudas, Last Night in Soho supone una de las sensaciones de la temporada cinematográfica.