'Bardo': Deslumbrante crónica de incertidumbres

'Bardo': Deslumbrante crónica de incertidumbres

4 Butacas de 5

En una de las escenas más lúcidas (también más obvias) de Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades, la figura principal del filme, prestigioso documentalista interpretado por un inconmensurable Daniel Giménez Cacho, un más que evidente alter ego de Alejandro González Iñárritu, mantiene una conversación con un periodista “amigo” suyo que podríamos decir sin lugar a equívoco que representa a una parte de la crítica que tanto ha vilipendiado (y sigue vilipendiando) al director de Birdman. En este intercambio de palabras, Iñárritu se dice a sí mismo, en boca del presentador de televisión, que es un artista arrogante, autocomplaciente y alejado del público. También califica el documental estrenado en la ficción por Silverio (Gímenez Cacho) como una pieza audiovisual burda y zafia que solo muestra elementos inconexos sin ningún tipo de orden, apostillando algo así como “si querías hablar de ti mismo, haber hecho una autobiografía”, a lo que el alter ego de Iñárritu, como si el director mexicano supiera de antemano cómo iba a responder la crítica al paso de Bardo por los festivales de cine más prestigiosos, le responde que su obra es “una crónica de incertidumbres”, una película a la que no debemos buscar una lógica narrativa, tampoco cronológica ni de ninguna otra índole. Así es la última película del cineasta nacido en Ciudad de México: una bella obra de arte cuyo surrealismo repelerá, desde el primer segundo de metraje, a cualquiera que busque en ella una película convencional en todas las denotaciones de la palabra; también a quien no guste de la egolatría que siempre se le ha atribuido al creador de Amores perros, pues, sin lugar a dudas, Bardo es una carta de Iñárritu para Iñárritu cuyo fin último es la catarsis emocional de un artista que parece arrepentirse de haber abandonado sus raíces y que, en un ejercicio de retrospección, se ha percatado de que, como pone en las palabras del personaje principal de la función, su mayor fracaso ha sido su éxito.

Así pues, Iñárritu afronta su pasado, su presente y su futuro enfrentándose a sus fantasmas y buscando el perdón de sí mismo y del público que nunca le perdonó que se fuera a hacer cine a Estados Unidos olvidando sus orígenes. Con Bardo ha vuelto a su país para hablar de la Historia de México, su sitio en el mundo y los conflictos socio-políticos que sufre actualmente; para conversar sobre su familia, el éxito, el fracaso, la identidad, el carácter anodino y superficial de la era Instagram en la que vivimos y la hipocresía y la desmesurada ferocidad imperante en los medios de comunicación actuales. Todo ello contado desde una pátina satírico-burlesca donde lo real se confunde con lo onírico, donde lo trágico se cuenta desde el surrealismo más cómico, presentando situaciones tan imposibles como los movimientos de cámara, travellings y planos secuencia marca de la casa que copan una cinta que en lo formal nos retrotrae a películas como Knight of cups, Song to song o La gran belleza y que en lo temático nos recuerda a filmes como Fellini, Ocho y medio, Recuerdos, Fresas salvajes o Big Fish, siendo Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades una más que digna heredera de todas ellas, pues con este estimulante largometraje, Iñárritu nos ha regalado en el que bien pudiera ser su testamento fílmico (esperamos que no sea así y nos siga regalando joyas como la que nos ocupa) una obra deslumbrante tanto a nivel técnico como a nivel argumental. No solo es, objetivamente, una de las mejores películas del año, también consolida a Alejandro González Iñárritu (aquí director, co-guionista, productor, editor y músico) como uno de los dioses del cine contemporáneo.