'Una buena persona': un ensayo sobre el perdón

'Una buena persona': un ensayo sobre el perdón

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Muchos de los que recordamos a Zach Braff lo hacemos pensando en la comedia de culto Scrubs (2001-2010), en la que interpretaba a J.D., un residente de medicina irreverente, rarito y encantador. Y algo de los dos últimos adjetivos hay en sus películas como director, solo que a menudo diluido bajo una capa de melancolía que no deja espacio para histrionismos. Casi veinte años después de que sorprendiera con la estupenda Algo en común (2004), esa agridulce mezcla ha macerado y el resultado es una obra que abraza el drama de manera decidida. Ya quiera verlo uno como la evolución lógica de su trayectoria o como una nota discordante en la misma, Una buena persona apenas se permite el lujo de recurrir al humor para rebajar la tensión constante en que viven sus protagonistas. Es, ojo, una película luminosa, pero solo porque alumbra lo justo para que el espectador pueda navegar por la tortuosa vida de Allison (Florence Pugh) sin que se lo lleve la corriente.

Y es que hablar de Una buena persona es hacerlo de Florence Pugh, una actriz descomunal que sobresale por encima de cualquier proyecto que le propongan. Uno de los grandes alicientes de la cinta es precisamente el de verla sortear diálogos y situaciones que, en manos de cualquier otra, correrían el riesgo de convertir la gravedad en impostación. Atormentada por un accidente de tráfico que le costó la vida a su cuñada, con toda su vida del revés y luchando contra una adicción a los calmantes, la Allison de Pugh oscila con habilidad entre la dignidad y el patetismo, entre la esperanza y la desolación, y en el proceso confiere credibilidad a una historia que, de otro modo, resultaría abrumadora.

Todo esto, claro, es mucho más fácil cuando se tiene al lado a un veterano de lujo como es Morgan Freeman. Su personaje, el exsuegro de Allison, es un hombre complejo que, pese a su empeño por perdonar (y ayudar) a la responsable de la muerte de su hija, esconde demasiados fantasmas como para que el título de “buena persona” no despierte dudas en el espectador. El mérito de Zach Braff consiste en cederle la brújula moral de la historia a un anciano tan atormentado como la protagonista o más, pero al que el paso de los años ha concedido una claridad sanadora. La cuestión no es si se puede olvidar el dolor que sufrimos y cometemos en nuestra vida, sino más bien si es justo. Y en esa duda, en ese resquicio donde anidan el autodesprecio y el odio, es donde Una buena persona se crece.

Así pues, y elevada gracias a la idoneidad de su reparto, la película acierta tanto en el planteamiento de sus temas como en la plasmación de un dilema moral que permanece en la memoria tiempo después del visionado. Por desgracia, la forma no está del todo a la altura del mensaje, e incluso este se ve lastrado por la inclemencia de un guion que mide mal los momentos de descanso y se atropella hacia el final. Con todo, Una buena persona tiene la virtud de involucrar al espectador en lugar de limitarse a buscar sus simpatías o, peor aún, sus lágrimas.