MADRID EN AGOSTO: ESE LUGAR IDÓNEO PARA AQUELLOS ILUSOS QUE DESEAN PERDERSE (Y ENCONTRARSE)

MADRID EN AGOSTO: ESE LUGAR IDÓNEO PARA AQUELLOS ILUSOS QUE DESEAN PERDERSE (Y ENCONTRARSE)

Jonás Trueba e Itsaso Arana entienden el verano castizo como ese tiempo perfecto y sempiterno donde la gente, en busca del rayo de luz que guíe su camino vital, se autodescubre a sí misma. Es más que un espacio prolongado, un momento, o, mejor dicho, momentos de deriva, de dejarse llevar por lo que nos rodea sin querer forzar el acontecimiento revelador que pueda marcar nuestro sino, pues las casualidades y las causalidades toman un papel fundamental en una ciudad –Madrid– que en agosto se convierte en pura, en virgen. Al comienzo de este acto de fe (porque La Virgen de Agosto no deja de ser un acto de fe) podemos ver a Eva, la protagonista, rodeada de puertas, paredes y flores blancas dentro del piso que le han prestado, así como visitar y observar las esculturas, también blancas, del museo arqueológico, simbolizando de esta manera la pureza convertida en inocencia, la apertura a un nuevo horizonte, el crecimiento vital y la anhelada paz que encierran tanto el personaje como la obra. Y lo hace desde la pausa, con la densidad propia de un verano en Madrid, lugar donde Eva, a diferencia del resto de los comunes, o como una simple y expectante turista, decide quedarse para descubrirse a sí misma. Y es que, como bien dice ella en una de sus tantas charlas cotidianas pero trascendentales, el verano es el mejor momento para conocerse a uno mismo.

Podríamos decir que Madrid en agosto se convierte en una película de ciencia ficción, en una canción de Vetusta Morla, en un mes apartado del calendario, en un punto de partida para afrontar el mundo y la vida que se encuentran al otro lado del abismo. Está totalmente alejada de la rutina, es un camino sin dirección en el que no hay que tener miedo a la oscuridad y contemplar siempre el cielo abierto. Como una noche estrellada de San Lorenzo. El espacio críptico e idóneo para hacer cosas que en otros momentos no haríamos –reflexionar en solitario por rincones céntricos, romper o empezar con el amor de nuestra vida, mantener una relación efímera, conocer gente nueva, retomar amistades olvidadas en el tiempo, descubrir fortuitamente el trabajo de nuestros sueños–, ese lugar perfecto para los ilusos que deambulan en busca de una respuesta significativa. Porque Madrid en agosto es el sitio oportuno para aquellos ilusos llenos de ilusiones, una ciudad que se vuelve misteriosa, esperanzadora para aquel inocente soñador que está perdido en un mundo donde cada vez es más difícil admirar.

La admiración –uno de los subtemas que trata el último tercio– parece que se ha vuelto un acto cínico, casi de conveniencia, para buscar un beneficio. Y no es así (o por lo menos no debería plantearse así), todo lo contrario: hay que admirar bien y no sentir ningún pudor por ello. Mostrar tu admiración ante cualquier persona, artista u obra que te haya hecho sentir emociones y que se haya quedado dentro de ti por un instante, ya sea fugaz o prolongado. Esa gratitud puede expresarse desde diferentes vías, desde la expresión escrita, verbal o artística. La Virgen de Agosto podría ser un cuento moral de Rohmer –máximo referente de la filmografía de Jonás–, pero lo cierto es que es más una contrapartida, una respuesta de admiración por parte de Jonás e Itsaso a Le Rayon Vert. Cambiamos a una mujer parisina que no tiene con quien escaparse de vacaciones por una mujer madrileña que quiere quedarse en su ciudad con el fin de encontrar soluciones a su existencia. Huida vital vs estancia vital. Y es aquí, en este dilema moral, donde emana otra de las reflexiones que nos deja este relato estival: ¿Nos hemos ido porque somos así o somos así porque nos hemos ido? Mientras unos intentan resolver este conflicto interno, otros simplemente se quedan. Ya sea por autocomplacencia o por convicción. O bien, como Eva, por pura fe. Fe en que la solución se encuentre en el germen y la raíz de nuestros problemas. Por descubrir lo que creíamos que conocíamos. Para, al fin y al cabo, perderse entre lo desconocido. Porque no dejamos de ser condicionantes del espacio y el tiempo que nos rodea; esto bien lo sabe Jonás, que, como Linklater, encapsula el espacio-tiempo de una experiencia vivida que no sabemos exactamente dónde y cuándo concluirá.

 

La Virgen de Agosto es un cine de autodescubrimiento –en todos los sentidos y todas las direcciones que imaginemos– que nos invita a conocer ese Madrid vacío pero repleto de ilusiones paseando por la Ribera de Curtidores y los Jardines de Sabatini, visitando el Museo Arqueológico, haciendo amigos en las fiestas de Lavapiés, viendo una película en el Círculo de Bellas Artes, observando las perseidas en el Templo de Debod, tomando vino blanco en un local nocturno del centro, viviendo plenamente las verbenas populares –San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma– o deambulando a plena luz del día y reflexionando durante las noches solitarias por el Viaducto de Segovia mientras Eva, mujer de 33 años, combate una crisis existencial marcada por: rupturas pasadas, nuevas experiencias, amistades que vienen y van, relaciones azarosas o la maternidad como concepto místico. Pues esta película no deja de ser un ejercicio-espejo místico donde el costumbrismo y la cotidianeidad se envuelven en el misterio propio de la capital. Y mientras que nosotros nunca estamos donde queremos estar, ahí estará siempre Madrid en agosto: ese lugar idóneo para aquellos ilusos que desean perderse. Y encontrarse.