3 Butacas de 5

A la gente le encanta mentir. Esa es la premisa de El cuento del lobo.
Una mancha de sangre, los ojos tapados, una fotografía en blanco y negro. Así arranca la historia, con un misterio: ¿quién dice la verdad y quién miente? ¿Qué es lo que ha pasado? La película, como los personajes, vive al borde de la incomunicación.

Una llamada, un vídeo, una agresión. Cada personaje guarda un secreto. El guion —una adaptación de la obra de teatro Duda razonable, de Borja Ortiz de Gondra— se mueve siempre en el desconcierto: en lo que crees que pasa, pero no llegas a entender por qué.
Es una película humilde, pero valiente. Desde el primer minuto se nota que, en el fondo, es teatro. Todo el mundo interpreta un papel, y es difícil distinguir quién es quien dice ser y quién está fingiendo. A veces resulta desesperante, pero es parte del juego.

Todo está planteado como si fuera un escenario, un espectáculo de títeres. Los cuatro personajes viven aislados del resto del mundo: una escritora, un profesor, un padre y una hija. Al final ya no sabes quién está con quién, quién cree a quién, o si alguien ha dicho la verdad en algún momento. Todo gira en torno a un mantra: «nadie conoce a nadie».
Aunque el desenlace no es del todo innovador, el viaje te mantiene en vilo. Te desconecta de tu mundo para sumergirte en el suyo. Que no es poco.

Cualquier whodunit, cualquier película de misterio, se la juega al final del partido. Y aunque aquí todo queda nítido… no es el final explosivo que los hechos prometían.
El cuento del lobo acaba siendo más satisfactoria como drama psicológico. Como thriller no termina de saciar. Pero mantiene una tensión adictiva, y ahí está su acierto.

