2 Butacas de 5

Amor en cuatro letras (Four Letters of Love) es más que una película, un susurro poético que se expande lentamente en la pantalla. Ambientada en la Irlanda de los años setenta, narra dos trayectorias paralelas: por un lado está Nicholas (Fionn O’Shea), que crece con su padre William (Pierce Brosnan), que un día abandona su empleo burocrático tras percibir una señal divina: un rayo de luz le indica que debe dedicarse a la pintura. Esa decisión lo aleja de su familia, dejándolo a cargo de su esposa Bette (Imelda May) y de su hijo, en un acto tan radical como conmovedor.

Paralelamente, en una isla remota, vive Isabel (Ann Skelly), cuya vida se ve sacudida por la grave enfermedad de su hermano Sean (Donal Finn). La tragedia lleva a sus padres, Margaret (Helena Bonham Carter) y Muiris (Gabriel Byrne), a enviarla a un colegio de monjas en el continente. Ambos jóvenes, él impulsado por el abandono, ella por el dolor y la rebeldía, emprenden sendas de desarraigo y búsqueda, y el destino, tejido de señales y milagros, termina entrelazando sus caminos.
Visualmente, la película es una delicada acuarela: los parajes de Donegal, Antrim y la costa oeste irlandesa cobran vida con una luminosa intensidad, como si cada plano estuviera compuesto para ser colgado en una galería. La dirección de fotografía de Damien Elliott convierte el paisaje en un personaje más: omnipresente, simbólico, casi místico.

La presencia de Dios, de profecía y de lo sobrenatural se siente imbuida en cada escena. William lo menciona explícitamente (“Dios me dijo que fuera pintor… y no dijo nada más”) y otros personajes recurren a lo divino como brújula existencial. Sin embargo, este componente tan marcado en la novela se transmite con lentitud en el cine: la narrativa se pausa, en ocasiones demasiado, entre silencios contemplativos y momentos de belleza estática.
En cuanto al reparto, vale destacar cómo los actores aportan matices vitales: Helena Bonham Carter aporta naturalidad y humor como la madre Margaret, con réplicas que aterrizan la película cuando corre riesgo de elevarse demasiado entre lirismos. Gabriel Byrne encarna a Muiris con una poética resignación, equilibrando lo espiritual con la cotidianidad. Pierce Brosnan, en un gesto físico contenido, encarna la transformación radical de William, movido por lo intangible y lo estético.

Ann Skelly (Isabel) es un huracán de emociones contenidas, con una mirada que comunica más que mil palabras, y Fionn O’Shea (Nicholas) sostiene la introspección con una fragilidad que resulta conmovedora. Pero el problema es que su química, aunque evidente en intenciones, no llega a prender como podría en una historia de amor tan “predestinada”.
La música de Anne Nikitin acompaña con sutileza, reforzando ese tono contemplativo; a veces parece demasiado suave y neutra. Lo que funciona: la función simbólica del paisaje; la pintura y la poesía como hilos temáticos vitales; el tratamiento cercano de lo espiritual; las actuaciones de reparto que aportan autenticidad; la atmósfera profundamente poética.

Lo que falla: ritmo disperso y narrativamente lento, que provoca que el clímax emocional se diluya; ausencia de arco evolutivo claro para varios personajes; narrativa poética que no siempre encuentra su traducción visual; en algunos momentos, sentimentalismo excesivo.
En conclusión Amor en cuatro letras es un canto al romanticismo, un film que seduce con su belleza, sus símbolos y su reverencia al arte y a lo divino. Pero si buscas una historia cuya pasión prenda y te mantenga en vilo, quizás el susurro lírico no sea suficiente.

