3 Butacas de 5

Kelly Reichardt es una de las cineastas estadounidenses más relevantes dentro de los márgenes del cine indie. Ha alcanzado una carrera sólida y reconocida en el panorama festivalero, con una filmografía extensa (para su edad) y profundamente bella, en la que Michelle Williams se ha consolidado como su musa habitual.
Este año, tras su paso por Cannes, llega a nuestras pantallas The Mastermind, una película al más puro estilo Reichardt, pero dentro de un género tan explotado como el de los robos y atracos. Una excusa perfecta para ofrecer al espectador algo familiar, pero con su inconfundible sello autoral, como ya hiciera en sus aproximaciones al western en títulos anteriores.

Como cabeza de cartel encontramos a Josh O’Connor, quien, tras su exitoso paso por The Crown —donde interpretó la mejor parte de la historia de Lady Di—, logró fama y reconocimiento internacional. Desde entonces, ha apostado por una carrera interpretativa poco ortodoxa, trabajando con grandes realizadores y en películas nada fáciles como “La quimera” y “Rivales”. En esta ocasión interpreta a un hombre corriente: un padre de familia con un trabajo monótono de carpintero que, de manera sibilina, se dedica a robar obras de arte en museos con discreción y sin levantar sospechas.
Bonachón de día y ladrón de noche, un contraste que la directora aprovecha para generar un humor elegante, acompañado por un sutil ritmo de jazz.

Para quien escribe, uno de los reclamos de la cinta era volver a ver en pantalla a Alana Haim, que interpreta a la mujer de Mooney. Sin embargo, su papel resulta algo desaprovechado, ya que no forma parte esencial de la trama, sino que funciona más como complemento emocional.
La película se estructura en dos partes: la ejecución del robo y las consecuencias del mismo. Tras una planificación detallada, la ejecución resulta rápida y divertida. Lo que en principio parece un mero escapismo para Mooney se transforma en una pesadilla cuando se convierte en un fugitivo de la ley y sus familiares y amigos descubren su doble vida.
Una cinta que llega al rebufo del reciente robo en el Museo del Louvre y que, en cierta manera, puede verse como una variación de “Ocean’s Eleven”, con mucho menos glamour, pero con un punto de picardía y una tensión construida desde otro lugar, más íntimo y emocional.

Siendo exigentes, no es la película más acertada de la directora, y si no se comulga con su timing bressoniano, puede resultar cuesta arriba en su último tercio. El resultado es irregular, con momentos más lúcidos que otros, donde la tensión o la comedia funcionan como un valor añadido, aunque en ocasiones el relato tiende hacia la nadería absoluta, estableciendo cierta distancia entre el público y su protagonista.
Una “mente maestra” que no hace más que meterse en líos —tanto él como los que le rodean—, y que encarna a la perfección esa definición del individuo que, pese a llevar una vida ordinaria y acomodada, se aburre, y cuya doble existencia como ladrón termina empujándolo a vivir al filo de la navaja.

