Analizamos las películas ‘Sentimental Value’, ‘The Mastermind’, ‘Resurrección’, ‘La Voz de Hind’ y ‘Pillion’
SENTIMENTAL VALUE (****)

Los pocos que aún no se convencen con la mirada compasiva que Joachim Trier fija sobre sus jóvenes personajes ahora al menos tendrán un lienzo mayor sobre el que encontrar algo de interés. Sentimental Value es la obra más madura del director noruego, donde deja de lado los juegos formales de Reprise y La peor persona del mundo por algo más sobrio pero no por ello menos gracioso o atrapante.

En Sentimental Value Trier sigue a Nora, una actriz alejada de su padre y a éste, un director de cine que quiere trabajar con ella como forma de reconectar. Pero también se extiende para tratar la relación de Nora con su hermana, la de Gustav con la nueva actriz que elige una vez que su hija lo rechaza e incluso la de toda esta familia con la casa que han tenido por generaciones. Todo para hablar sobre el perdón, la vejez, los traumas generacionales, la posibilidad de enmendar y hasta la ficción como forma de sanación.
Las emociones buscadas a veces pueden sentirse vacías debido a lo difuso de un backstory del que se nos presentan pocos antecedentes, pero cuando funcionan, logran aludir a situaciones universales de forma emotiva y sincera. En la amplitud de sus líneas narrativas se ve la ambición de Trier, cuyos impulsos deambulantes han encontrado un marco lo suficientemente general para expandirse, pero también su talento para obtener actuaciones excelentes y representar momentos sumamente humanos entre personajes que cometen errores, saben que cometen errores y no pueden dejar de hacerlo.
THE MASTERMIND (***)

Sin renunciar a su estilo, Kelly Reichardt estrena lo que no es solo su versión de una película de atracos, sino su película más graciosa hasta la fecha. Es una comedia bressoniana, de expresiones mínimas, planos fijos y movimientos torpes, principalmente por un Josh O’Connor que está más que dispuesto a ser un hazmerreír que se va revelando poco a poco como tal. La mente maestra a la que hace alusión el título es una ironía y Reichardt pretende mostranos qué ocurre después de que todo sale mal, en un Estados Unidos tan ocupado con sus guerras que olvidó decirle al hombre común qué era lo que había que hacer después de tener su casa y constituir su familia.

Una vez que el personaje de O’Connor lleva a cabo el robo de unas pinturas de un museo, se convierte en un fugitivo improbable y The Mastermind se atreve a ir más allá de donde normalmente esperaríamos que concluyera. Lamentablemente es en ese salto al vacío que deambula sin rumbo y flaquea, impidiendo que su conclusión nos ilumine algo nuevo sobre el personaje, la sociedad en que está inserto o siquiera sobre el punto que está tratando la película. Con una estética cuidada, que evoca lo nostálgico que puede ser el sentimiento de levantarse con resaca un día soleado de invierno, este es un trabajo acertado más al estilo de una directora cuyo público ya sabe si le gustará o no.
RESURRECCIÓN (****)

Bi Gan sorprendió en Cannes con una película que rápidamente se tildó de “inclasificable” al mismo tiempo que lo elevó a un plano superior de realizadores, al menos por la ambición de construir algo tan inmenso que pocos se atrevieron a intentar contenerlo en palabras. Y, si en su Largo viaje hacia la noche ya había demostrado una proeza técnica a disposición de narrativas etéreas, lo que logra en Resurrección es amplificar esa línea para incluir al cine como respuesta a un mundo en que la gente ha dejado de soñar.

Utilizando el encuentro de una mujer con un Delirante (de aquellos que aún se atreven a hacerlo), Resurrección se lanza a presentar una serie de secuencias por las que viaja su actor, escenarios que bien podrían ser cortometrajes inconexos, variando en estilos y tonos para, de a poco, construir el tejido de lo que bien podría ser la historia del cine, desde el cine mudo y expresionismo con sus escenarios más teatrales, hasta un plano secuencia que solo la tecnología actual permitiría conseguir. Son historias que por sí solas ya están mejor planteadas y desarrolladas que los ejemplos que imitan, pero que al sucederse construyen un todo más poderoso, que admite distensiones y se rehúsa a tener un solo significado. Es una experiencia que permite a los espectadores unirse en aquel trance subliminal al que seguimos acudiendo en colectivo, una oda a cómo el ser humano fue capaz de crear un dispositivo para soñar estando consciente.
LA VOZ DE HIND (***)

No es época para sutilezas. Y lamentablemente es imposible juzgar La voz de Hind como un producto indivisible del genocidio que le da contexto. La propuesta de la directora tunecina Kaouther Ben Hania es tomar una grabación de más de una hora de una niña palestina pidiendo ayuda médica tras ser atacada por el ejército israelí y ficcionalizar el otro lado de la llamada, con los trabajadores de la media luna roja que intentan tranquilizarla y activar los protocolos de seguridad necesarios para ir en su rescate.

Simulando casi el tiempo real, sigue con una cámara errática a sus personajes mientras nos explica de manera didáctica el funcionamiento interno de los códigos necesarios que deben seguir para lograr algo así como un ápice de resistencia. Con sus exabruptos laborales, personajes histriónicos y hasta con archivo fotográfico y de video de Hind, la cinta busca apelar a la emoción sin ningún tapujo, estrujando el sufrimiento de su personaje real, poniéndole nombre y rostro a una de las cifras que nos hemos acostumbrado a contar en medio de la tragedia. Sin que le importe caer en el morbo, lo que busca es visibilidad, atención y que no olvidemos que el lado correcto de la historia estuvo claro desde el principio.
PILLION (****)

Lejos de mantener las historias queer en el descubrimiento de la homosexualidad o la aceptación por la sociedad, lo que hace Harry Lighton en su debut Pillion es dar por sentados esos asuntos y proponer que miremos las formas en que las dinámicas de poder funcionan en el mundo gay, específicamente las de dominación y sumisión. Sin prejuicios, presenta a Colin, quien tiene una “aptitud para la devoción” que se pone en juego cuando conoce a Ray, un hombre dominante y poco comunicativo quien pone las reglas, unilateralmente, de la relación que van a mantener: Colin dormirá en el suelo, le hará la compra y la comida y tendrá sexo con él cada vez que él quiera.

Pillion se rehúsa a tratar esta relación como un abuso de poder o un maltrato psicológico, sino que la establece como una propuesta (poco negociada) de un tipo de vínculo fuera de la norma. Y la película se regocija en mostrarnos el viaje de Colin hasta entender su propio lugar dentro de este tipo de dinámicas, su comprensión de sus propios límites sexuales y sus necesidades afectivas. Lighton utiliza el molde de la comedia romántica sin mayores florituras aurorales para inscribir una historia que podría ser inaccesible o tabú en una plantilla digerible que ilumina una realidad aún poco vista no solo sobre la experiencia gay, sino aplicable también a cualquier desigualdad de poder en las relaciones de pareja.
