'1917': Los horrores de la guerra

'1917': Los horrores de la guerra

5 Butacas de 5

No deja de ser llamativa la sequía de películas bélicas en la época que atravesamos. Al igual que el western o el musical, se ha convertido en un género desterrado. Pero cuando aparecen, llegan con fuerza -desde El libro negro (2006) hasta Dunkerque (2017)-. Ahora es el turno de Sam Mendes, director que adquirió un prestigio absoluto con su debut American Beauty y que posteriormente mantuvo una trayectoria muy interesante con Revolutionary Road, Camino a la perdición y Skyfall.

Su última película, 1917, transporta al espectador a la Primera Guerra Mundial para seguir a dos soldados, Blake y Schofield, en una misión casi imposible: la entrega de un mensaje de vital importancia que evitará un ataque mortífero contra sus hombres. ¿El problema? Que tendrán que atravesar territorio enemigo y, además, se trata de una carrera contrarreloj.

Lo primero y más llamativo de la cinta es su formato. Rodada en un único plano secuencia que recuerda a El arca rusa, Mendes maneja la cámara de forma soberbia y, pese a estar falseado, no se deja intuir donde están los cortes. Exceptuando uno, este servidor no pudo identificarlo, pero si pensar en Alfred Hitchcock y La soga, referente en el juego del falseo de una única secuencia. Pese al alarde estético que podría suponer, es realmente interesante lo intimista que es la película. El director ha usado el plano secuencia para la inmersión del espectador y además ha sabido jugar con él. Una vez que está dentro, ¿por qué sacarlo con escenas de batallas espectaculares? No, 1917 no sigue ese camino. Su ruta es otra: la de la tensión y la asfixia.

A través del seguimiento de dos soldados a lo largo de la tierra de nadie con el objetivo de informar al coronel de que los alemanes les están tendiendo una trampa 1917 juega con la tensión de forma soberbia. Deja al espectador sin aliento a lo largo de casi todo su metraje porque en todo momento puede suceder cualquier cosa y, tal y como permanecen los protagonistas, el espectador está siempre alerta. Cualquier disparo puede acabar con ellos, cualquier mina. En este viaje por la supervivencia hasta las ratas dan miedo. Todos los horrores de la guerra calan en los espectadores: desde los soldados rotos y cansados a los cadáveres entre las trincheras.

Y es que uno de los pilares fundamentales de la cinta es el terror. No el que conocemos como sustos, ni el más rompedor que nos está llegando. Es el terror de ver todas esas imágenes aparentemente inconcebibles y pensar que, no sólo ocurrió, sino que además se repitió. Una de las pruebas de que las personas no aprenden. Relacionado con esto, la conjunción de vida y muerte están presentes a lo largo de toda la cinta representado a través de símbolos: los cerezos rotos, los cementerios, la leche, los niños… Aunque ahora mismo esto no parezca tener mucho sentido, cuando tengas la oportunidad de ver la película, querido lector, sabrás a lo que me refiero.

Podría parecer imposible, pero todo el juego de épica adrenalínica además encuentra momentos para desarrollar el drama humano de forma espectacular. En pocos minutos se empatiza con los protagonistas, pero la película va todavía más allá, logrando momentos de absoluta belleza. Y todo esto se acentúa gracias a una excelente banda sonora de Thomas Newman y una fotografía prodigiosa de Roger Deakins que, además de a La chaqueta metálica, por momentos recuerda a los claroscuros de los pintores barrocos. 

La conclusión es simple: experimentad 1917. A ser posible en una sala con pantalla gigante y buen sistema de sonido. Merece muchísimo la pena vivir la película en las mejores condiciones posibles para lograr una inmersión absoluta. Es un auténtico prodigio que, además de incluir claros tributos a auténticas obras maestras como Senderos de Gloria, logra diferenciarse por méritos propios y, al final, escribir un nuevo capítulo en la historia del cine bélico.